El Ponte Vecchio tiene dos espaldas palpitantes, simples y luminosas que se reflejan en un rio de chocolate de unos 80 metros de ancho, llamado Arno. También tiene al centro, una calle calzada, con los frontales de numerosas tiendas cuyas espaldas yo prefiero. Es un puente extraño, el único que Hitler perdonó en su retirada en el ya lejano 1945. De los 4 puentes que cruzan del centro hacia mi morada en Oltrarno, sin embargo, el Spirito Santo es mi favorito. Mira hacia las bellas espaldas del Vecchio mientras es ágil y te lleva a todas partes dentro de la muralla que rodea Florencia, en ambas riberas del Arno, en todo tipo de transporte. Tiene estatuas de dramas bìblicos en sus entradas que atestiguan la belleza de sus similares mas logradas y menos expuestas a los elementos en los nichos de los templos del centro y los palazzos.
Pero tal vez no soy quién para hablar de belleza, pues mi profesor de pintura me dijo claro, lapidario y en italiano: “tienes ojo para el arte y, según vi en tu blog, muchas cosas que decir, pero no estas dispuesta a sufrir. Dejas todo a la mitad. Deberías probar clases de cocina”. Por lo menos eso fue lo que yo entendí mientras corría hacia la puerta avergonzada. La verdad? Estaba muerta. Pensé en quemar la galería Uffizzi. Lloré con rabia viendo las nalgas de Neptuno en Piazza de la Signoria y también en un banco frente al Duomo de Brunelleschi. Reclamé al divino en San Lorenzo y sentí lástima de mi en Santa María del Fiori y también en Santa Croce. Pero primero que todo, fui y le grité a David, frente al palacio Vecchio y también luego a su réplica en la plaza Michelangelo. Le reclamé por su zanganada hace mil años con el marido de Betsabé. Le desprecie su triunfo ante Goliat, pues gozó los beneficios de un lanzamisiles contra un pobre bruto como yo, hecho para el pleito cuerpo a cuerpo, en su caso en las arenas bíblicas, en el mío en una cocina anónima, mal matándome a medias con algún soufflé que si sabe sufrir.
Subí el Giardino Boboli hasta San Miniato al Monte y lo bajé en carrera. A como me acercaba a mi destino, la película de mi vida pasaba delante de mis ojos (como siempre, es mejor el libro) y así sabía que mi final no sería a medias. Yo moriría en Florencia en una noche de la que ya guardaba recuerdos, con un salto de artista sufrido al frio y lodoso Arno, desde el Spiritu Santo...
Pero alguien se me había adelantado y salté ya no para morir, sino para salvar a un pobre diablo mas deprimido que yo. Así conocí a Leonardo, autollamado el santo patrón de las cosas a medias, ahogándome junto con el en un sueño la mañana de mi examen final de dibujo. “Nunca terminé una pintura”, me dijo el pintor (inconcluso) de la Monalisa, “y casi todos mis inventos se quedaron en dibujos”. Dejó la pintura por la ingeniería. “En mi tiempo se me conoció por arquitecto y escultor y sin embargo no queda de eso ni una escultura o edificio, las primeras fueron pocas, los segundos nunca se construyeron”
Yo había estado la mañana anterior en su pueblo, Vinci, a unos 30 minutos de Florencia con los otros de mi clase y nuestro profesor, el mismo que me atormentó en el sueño. También, como todo el mundo, había visto la obra gloriosa de Leonardo, primero en los libros y museos y mas últimamente en camisetas, calzoncillos, y baratijas por doquier. Resulta que las bajezas comerciales que no paran de crecer hacia abajo habían hecho con la frágil sensibilidad artística de mi nuevo amigo lo mismo que a mi me hizo la sinceridad de mi pesadilla-profesor. "Quiero morir mil muertes. La dignidad es lo único que tenemos los muertos y ahora mi obra estampa calzoncillos". Metafóricamente ahogamos durante segundos/horas, nuestros respectivos dolores en el rio. Recuerdo sentir orgullo cuando me citó un poema de mi patria: "Donde estamos, tiempo, tú y yo. Tú que no existes y yo que vivo en ti." Sentí un Renacimiento. Si en el mas allá se lee a Alfonso Cortez, ninguna nica va a fallar en el examen de dibujo de hoy.
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